Cuidando la santidad del Bet HaKenéset

 

 “Y despertó Yaacob… ‘de modo que Dios está en este lugar, y yo no lo sabía’” (28:16).

 

 

En su viaje desde Beer Sheba hasta Jarán, Yaacob llegó hasta el monte Moriá, tomó de las piedras del lugar y las puso alrededor de su cabeza, y durmió ahí toda la noche. En una visión en sueños observó ángeles que ascendían y descendían por una escalera apoyada sobre la tierra, cuya parte superior llegaba hasta el cielo. Hashem apareció entonces ante Yaacob y le prometió que la tierra sobre la que estaba descansando le sería entregada a él y a sus descendientes, y que él retornaría a su hogar bajo Su protección. Al despertar, Yaacob ungió y consagró la piedra que había colocado bajo su cabeza como un altar a Hashem. Prometió que cuando regresara al hogar de su padre ofrecería una décima parte de todas sus posesiones, de todo lo que Hashem le otorgara, y que regresaría a rezar en el altar recientemente consagrado.

 

¿Qué lección podemos sacar de las piedras que Yaacob colocó alrededor de su cabeza? Si su intención era protegerse de los animales salvajes, ¿por qué solo protegió su cabeza y no el resto de su cuerpo?

 

Es sabido que Yaacob estudió catorce años en la yeshibá de Shem y Éber. Ahora tenía que sacrificar algo de su tiempo de estudio y ocuparse de asuntos mundanos. Yaacob sabía que la influencia del mundo que se encontraba en su entorno eran ideas ajenas a la Torá. Sabía también que esas fuerzas intentarían influir en su mente y persuadirlo de abandonar todo lo aprendido en la casa de sus padres, así como la instrucción recibida por sus maestros. Por tanto, hizo un esfuerzo para proteger su cabeza y así prevenir que las influencias negativas interfirieran en su formación como judío.

 

Otra enseñanza que recibimos de Rashí sobre esto es la siguiente: “Cuando Yaacob despertó dijo: De haberlo sabido, no me hubiera acostado a dormir en un lugar sagrado como éste”. A pesar de que mediante su acto de dormir obtuvo Yaacob un nivel tan alto de Inspiración Divina, se reprochó haberse acostado en un lugar sagrado, pareciéndole una falta de respeto.[1] Por esto quedó asustado y dijo: “¡Qué tremendo es este sitio! No puede ser sino la casa de Hashem y esta es la puerta del Cielo”. [2]

 

¿Qué enseñanza podemos extraer de aquí?

 

En la época de Rab Naftalí Katz estalló una epidemia que parecía no tener fin. Familias enteras caían víctimas de la peste, sin que nadie pudiera contenerla. El Rab decretó un día de ayuno y oración, y pidió a los pobladores que, si alguien observaba algo raro, le informara de inmediato. Él sabía que la enfermedad era causada por alguna grave transgresión y que la única forma de frenar el azote era corrigiendo la terrible falta.

 

Uno de los pobladores se acercó a notificar que Rab Shelomó Zalman de Pozna (uno de los refugiados que logró huir del horror de la inquisición española) había sido visto saliendo de su casa a medianoche, en dirección al bosque, y no regresaba sino hasta después de varias horas. Rab Naftalí Katz solicitó que siguieran al “sospechoso”, para indagar acerca de su extraño comportamiento.

 

Cuando a la mitad de la noche Rab Zalman salió de su casa, no se percató de que dos sombras le seguían los pasos de cerca. Se dirigió, como todas las noches, hacia el bosque; cuando llegó a un claro, se sentó sobre el suelo a recitar entre lágrimas el Tikún Jatzot (rezo que se realiza en la mitad de la noche, pidiendo por la reconstrucción del Bet HaMikdash). Los observadores se estremecieron ante la imagen de este hombre santo, rezando en soledad, en medio del bosque. Mayor fue su estremecimiento al descubrir que, pese a no haber ninguna otra persona en el lugar, se escuchaba otra voz desconocida, que se sumaba al ruego conmovedor. En silencio, retrocedieron sobre sus pasos y aguardaron pacientemente a que Rab Shelomó regresara a la ciudad. Corrieron a casa de su Rab y relataron a detalle lo sucedido.

 

De inmediato solicitó la presencia de Rab Shelomó y le pidió que revelara de quién era la voz que habían escuchado los espías. En un principio, Rab Shelomó se negó a revelar su secreto, pero ante la insistencia del Rab, contó que se trataba del profeta Irmeyahu, que se acercaba a llorar junto a él por la destrucción del Bet HaMikdash. El Rab, conmovido, le pidió que, por tener el mérito de que el profeta se revelara a él, le preguntara cómo detener la epidemia que azotaba a la ciudad.

 

Al día siguiente, regresó Rab Shelomó Zalman con la respuesta del profeta Irmeyahu: “Cuarenta años antes de que fuera destruido el Bet HaMikdash, ya pesaba sobre él el decreto de destrucción. Pero debido a que no se hablaban banalidades en las sinagogas y en las casas de estudio, se postergó la destrucción durante todo ese tiempo, a pesar de que no se trataba de una generación de personas justas”.

 

“¡El mérito de cuidarse de no hablar en el Bet HaKenéset los había salvado! Pero”, agregó Irmeyahu, “cuando comenzaron a hablar de cosas mundanas llegó la destrucción.” Y dijo que todos los sufrimientos de los yehudim ocurren por causa de ello… Después de escuchar esto, el Rab reunió a todos los habitantes de la ciudad en el Bet HaKenéset y les habló de la importancia de cuidar la santidad del Templo relatándoles lo sucedido. Al finalizar, todos los presentes se comprometieron, a partir de ese momento, a no volver a hablar de cosas mundanas dentro del Bet HaKenéset. La epidemia se detuvo y reinó nuevamente la calma en toda la ciudad.[3]

 

Querido lector: imagina que te citan junto a otras nueve personas a la Casa Blanca, en Washington, D.C., a fin de desarrollar un proyecto para salvar al mundo de una catástrofe. Te encuentras sentado en el Salón Oval y el presidente dicta las instrucciones. En ese momento preguntas a la persona que se encuentra a tu lado: “¿Sabes cómo quedó el marcador del partido de ayer?”.

 

¡Suena absurdo! ¿No?

 

Ahora imagina de nuevo: no estás con el presidente, sino con el Rey de reyes. ¡Te encuentras frente a frente con Dios...! En ese momento, no sólo estás reconociendo al Rey; ¡estás consiguiendo abundancia y protección para todo el mundo!

 

Las palabras que menciona el Zóhar, acerca de la persona que no se comporta con respeto en el Bet HaKenéset, son muy severas: La sinagoga es un lugar sagrado e imponente; es la puerta por donde entran las plegarias.

 

¡Cuántas cualidades excelentes y cuántas bondades adquieren los que se cuidan de hablar palabras vanas en el Bet HaKenéset! Fue dicho sobre quien cumple con esta mitzvá que verá buena descendencia, tendrá larga vida y por su intermedio se concretarán cosas buenas que serán de agrado para el Creador; no verá el dolor del mal y nunca le faltará el pan.[4] Aquel que está acostumbrado a guardar silencio en el Bet HaKenéset podrá concentrarse en el rezo.[5]©Musarito semanal

 

“Feliz el hombre que Tú eliges y lo acercas para morar en los patios de Tu Santuario. Nos saciaremos con el bien de Tu casa.”[6]

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Maayané shel Torá, Vayetzé; Rabí Note Tzvi Finkel

 

[2] Bereshit 28:17.

 

[3] Adaptado de la revista Maor HaShabat; Eliyahu Sayegh.

 

[4] Babé Hahamudim.

 

[5] Pele Yoetz; Rab Yosef Papo; sección “Conversación”.

 

[6] Tehilim  65:5.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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