Un extraño en la casa

 

 “Así, pues, Abraham madrugó…. y la despidió” (21:14).

 

 

Después de que los ángeles notifican a Abraham la destrucción de Sedom y Amorá, Hashem dice: ¿Acaso ocultaré Yo de Abraham lo que haré con Sedom?[1] …Porque lo conozco, a causa de que encomienda a sus hijos y a (los miembros de) su casa, detrás de él, y cuidarán el Camino de Hashem prodigando Caridad y Justicia.[2]

 

Algo que llama la atención es el hecho de que, como todo quien conoce los hechos de nuestros Abot HaKedoshim, se sabe que el arquetipo del jésed es Abraham Abinu. En este versículo vemos que Hashem realza la cualidad de educar a sus hijos y en ningún lado encontramos que Hashem lo alabe por hacer favores hacia el prójimo.

 

Las palabras detrás de él significan literalmente “después de él”. Quiere decir: lo que encomendó a sus hijos fue para que éstos a su vez lo encomienden a las generaciones venideras, y esto se mantenga vigente para la eternidad. Abraham Abinu no se limitó a dar órdenes para que los demás las cumplieran, sino que se preocupó por cumplir personalmente las órdenes para dar el ejemplo. Él pedía eso de los demás una vez que él mismo fue capaz de cumplir aquel requerimiento. Porque la verdadera educación es aquella que se predica con el ejemplo, y el padre es quien debe dar ese ejemplo principal en la familia. Hay quienes exigen de sus hijos ciertas cosas que ellos mismos, como padres, no tienen o no hacen, y resultan con ello ser un ejemplo negativo de lo que piden, pues los hijos tienden, principalmente, a imitar las actitudes de sus padres.[3] Podemos observar que educar a las generaciones futuras es más valioso incluso que hacer jésed…

 

Otro ejemplo lo encontramos en Sará, en la preocupación que mostró por la mala influencia que estaba dando Ishmael a Itzjak: Y vio Sará al hijo de Hagar “jugando”.[4] Rashí interpreta esto como alusión a los tres pecados más graves: idolatría, adulterio y asesinato. Cuando Sará se percata de la mala actitud de Ishmael, pide a Abraham: Expulsa a esta sierva y a su hijo.[5] Así, pues, Abraham madrugó... y la despidió.[6]

 

El libro de Bereshit es llamado también “Séfer Hayashar” (“El Libro de los Justos”), debido a que es donde se muestra la vida y el comportamiento de nuestros Patriarcas Abraham, Itzjak y Yaacob.[7] Maasé Abot simán labanim, “los acontecimientos de los Patriarcas son una señal para los hijos”. En este libro se dan los parámetros de la más refinada conducta y fe, y de la filosofía correcta que habrán de seguir los hijos. De las dos citas podemos sacar una enseñanza muy significativa: hoy, más que nunca, tenemos que ser muy cuidadosos en lo que respecta a la educación de nuestros hijos. Por un lado, aprendemos la importancia de ser vivo ejemplo de comportamiento positivo para ellos. Por otro, vemos lo grave que es introducir en nuestros hogares objetos y publicaciones que muestren imágenes e influencias totalmente ajenas y contradictorias a las enseñanzas de nuestro código de vida: la Torá.

 

Cierta vez, cuando iba por el camino, se acercó un hombre a Rabí Yosí ben Kismá y le preguntó: “¿De dónde eres?”. Rabí Yosí le respondió: “De una ciudad llena de sabios y estudiosos de la Torá”. Entonces, el hombre le propuso: “¿Podría usted venir a vivir cerca de nosotros? ¡Estamos dispuestos a pagar un millón de dinares de oro, perlas y piedras preciosas!”. Rabí Yosí le dijo: “¡Aunque me des todo el oro del mundo, no viviré sino en un lugar donde lo principal sea la Torá! Ya que a la hora de la muerte no acompañan al hombre ni el oro ni la plata, ni las piedras preciosas. ¡Son la Torá y los actos nobles los que siguen a la persona hasta el final!”.

 

Escuchamos de padres que dicen: “¡Mi hijo sabe cuidarse! Tiene buenas bases…”. ¿Acaso tiene mejores bases que Itzjak Abinu? ¡¿Nuestra conducta es más meritoria que la de Abraham y Sará…?! ¿Acaso Ishmael podía presentar a Itzjak los pecados mencionados en una forma tan atractiva como lo hacen hoy los medios de comunicación?

 

Unos cuantos años después de que yo naciera, mi padre conoció a un extraño. Recién llegó a nuestra pequeña población, lo invitó a nuestra casa. El extraño aceptó y habitó con nosotros muchos años. Mientras yo crecía, fue ocupando un lugar muy especial en la familia.

 

Mi madre me enseñó lo que era bueno y lo que era malo, y mi padre me enseñó a obedecer. Pero el extraño nos mantenía hechizados por horas narrando aventuras, misterios y comedias. Él siempre tenía respuestas para cualquier cosa que quisiéramos saber de política, historia o ciencia. Me hacía reír y me hacía llorar. El extraño nunca paraba de hablar. Mientras nosotros estábamos atentos para escuchar lo que tenía que decir, a veces mi mamá se iba a la cocina para tener paz y tranquilidad. Ahora me pregunto si ella habrá orado alguna vez para que el extraño se fuera…

 

Mi padre dirigió con moralidad y dignidad nuestro hogar, pero el extraño nunca se sintió obligado a respetar nuestros valores. Las blasfemias, las malas palabras no se permitían en nuestra casa… Sin embargo, nuestro visitante sí las pronunciaba. Papá nos decía que tomar alcohol era perjudicial. Pero el extraño nos animó a probarlo. Hizo que los cigarrillos parecieran inofensivos. Hablaba libremente sobre cosas inmorales y sus comentarios eran a veces evidentes, otras sugestivos, y generalmente vergonzosos. Nos tenía completamente apartados de la realidad; nos mostraba que los malos son los buenos y lo contrario. Convertía lo real en fantasía y presentaba lo irreal como auténtico. ¡Cuántas noches lloré, aterrado por las terribles y crudas escenas que me mostraba! Eran imágenes horrendas, que por más que lo intento no consigo eliminarlas de mi mente.

 

¡Me afectan tanto a la hora de rezar o estudiar Torá! Ya lo dijeron los Jajamim: “Todo lo que el hombre ve, deja huella en él”.[8] Ahora, para nuestra fortuna, el extraño se ha ido. El precio que pagamos fue muy alto. Se llevó consigo lo más valioso que tuvimos: nuestro tiempo, nuestra inocencia, ¡y hasta nuestro Irat Shamaim!

 

¿Su nombre? ¡Llámalo como gustes! Televisión, Blackberry, internet, PSP, etcétera…

 

Familias enteras han quedado destruidas por haber introducido esos aparatos electrónicos; familias excelentes. Todo por la inmundicia que se infiltró en sus casas y devastó todo lo que estuvo en contacto con ese terrible mal. Antes, si uno quería hacer algo indebido tenía que salir de la casa; hoy ya no es necesario: se puede estar en el lugar más oculto de la casa y meter en segundos, por medio de estos aparatos, la inmundicia de cualquier parte del mundo y pervertir la mente y arruinar años de educación, lo que los progenitores enseñaron con tanto esmero, lo que los morim impartieron en las aulas… Todo se puede estropear en menos tiempo de lo que nos imaginamos. Créanme, no es ninguna exageración; solamente echen un vistazo a las estadísticas. ¿Cuántos suicidios? ¿Cuánta perversión hay entre la juventud? ¿Cuántos padres de familia se encuentran desesperados por no saber cómo controlar los vicios de sus hijos? ¿Por qué no miramos cómo viven las familias que se apartan de estos diabólicos aparatos…? En ocasiones vemos jóvenes que intentan tomar un libro de mishnayot, una Guemará, y el estudio no les entra… El musar no hace efecto; ¡por más que intentan no entienden!

 

¿Qué pasa? ¿Por qué no logran razonar las lecciones?

 

La Torá no entra en un lugar donde hay impureza. Cuando en la mente del estudiante están circulando ideas perversas, la Torá no puede entrar. Su alma está manchada…

 

Nadie puede jactarse de poseer algún tipo de inmunidad. Dice el Talmud: “No hay ninguna garantía para los pecados de inmoralidad sexual”.[9] Su veneno es letal para los adultos, y con mucha más razón para los inocentes niños. Desafortunadamente no podemos vivir encerrados entre cuatro paredes. Hoy se requiere hacer uso de la tecnología para estudiar, trabajar, y para nuestras actividades diarias. Pero esto no nos exime de tomar todos los cuidados que sean posibles para estar protegidos. Una mala compañía puede arruinar toda una vida. Adonde uno va, con quién está, los daños que puede causar son irreversibles…

 

En una ciudad había un antiguo hospital. Un día, el hospital se encontraba completamente lleno. Un virus extraño apareció en el ambiente y comenzó a infectar a más de la mitad de los pacientes. Llamaron a los mejores epidemiólogos y, después de incontables estudios, llegaron a la conclusión de que, con el paso del tiempo, las paredes del hospital habían absorbido durante años gran parte de las bacterias que ahora se estaban manifestando. Sin otro remedio, el hospital tuvo que ser demolido y las paredes fueron arrojadas y quemadas en un lugar desolado. ©Musarito semanal

 

“No existe un miembro en el cuerpo humano que provoque cometer

tantos pecados como los ojos.”[10]

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Bereshit 18:17.

 

[2] Ídem 18:19.

 

[3] Afiké Maim, Vayerá, extraído de Hamaor; Rab David Zaed.

 

[4] Bereshit 21:9.

 

[5] Ídem 21:10.

 

[6] Ídem 21:14.

 

[7] Abodá Zará 25a.

 

[8] Rab Dov Ber.

 

[9] Nidá 30b.

 

[10] Rabí Yejiel Harofé.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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