Unión, Hermandad, ceder

 

 

“Israel extendió su mano derecha y la puso sobre la cabeza de Efráim, aunque era el menor, y su izquierda sobre la cabeza de Menashé” (48:14)

 

 

Yaacob había llegado a la edad de ciento cuarenta y siete años. Sentía que se aproximaba el fin de sus días, por lo que solicitó la presencia de su hijo Yosef. Cuando escuchó el llamado de su padre, él acudió acompañado de sus dos hijos, Efráim y Menashé.

 

Yaacob informó a Yosef que sus hijos serían cabeza de una tribu. Yosef acercó a sus hijos; el abuelo extendió su mano derecha y la colocó sobre la cabeza de Efráim, y la izquierda, sobre la de Menashé. Yosef pensó que confundía sus edades; Menashé era mayor y, por tanto, correspondía que la mano derecha estuviese sobre su cabeza. Entonces intentó levantar la mano de su anciano padre, pero Yaacob rehusó cambiar la posición y los bendijo de esa forma.

 

La pregunta que surge es: ¿cuál fue la particularidad de los dos hijos de Yosef para que recibieran el mérito de tener cada uno una tribu? Además, ¿por qué Yaacob invirtió sus manos? En realidad, debía bendecir primero al nieto mayor (Menashé) y luego al nieto menor (Efráim). Sin embargo, procedió al revés. Él estaba viendo proféticamente que saldría de Efráim una descendencia de mejor nivel.

 

Una actitud así podría provocar celos y orgullo; celos de parte de Menashé, a quien legalmente pertenecía ese lugar, y orgullo por parte de Efráim, que aun siendo el menor, su abuelo le dio el primer lugar. Sin embargo, ellos no dijeron una sola palabra.

 

En la ciudad de Yerushaláim había dos jóvenes que llegaron a la mayoría de edad. Los familiares se encontraban ocupados en los preparativos para el día en que los jóvenes se colocarían por primera vez los tefilín. Los padres de uno de los jóvenes, al que llamaremos Reubén, fueron al Bet HaKenéset a reservar el Shabat en que el joven leería en el Séfer Torá la Perashat Itró y la Haftará correspondiente a ese día. El shamash les dijo que no se preocuparan en lo absoluto y que lo dejaran todo en sus manos…

 

El gran día llegó. El Bet HaKenéset brillaba. Los abuelos, padres, tíos, hermanos y amigos del homenajeado hicieron acto de presencia. La sinagoga comenzó a llenarse. Los parientes se miraban unos a otros al ver que una gran cantidad de los asistentes no pertenecían a la familia. Pronto se percataron de que había otro joven que también había preparado la lectura. El padre de Reubén se acercó al shamash, para preguntarle qué sucedía. El shamash contestó que había cometido una terrible equivocación, y ahora sólo uno de los jóvenes podría leer la Perashá.

 

El nerviosismo se sentía en el aire. El shamash se acercaba a una familia y a la otra, hasta que Reubén dijo: “¡Qué lea el otro! ¡Yo estoy dispuesto a ceder mi lugar!”. El padre le preguntó: “En verdad estamos muy orgullosos de lo que piensas hacer. ¿Estás seguro de que quieres ceder tu lugar? Recuerda que te llevó varios meses preparar la Perashá”. El joven asintió. El shamash enjugó el sudor de la frente y la fiesta continuó. Reubén se acercó a los familiares de su “contrincante” y escuchó emocionado la lectura.

 

Cuando terminaron la tefilá, pasaron al salón contiguo en donde se había preparado una seudá en honor al baal koré. Reubén cantó y bailó, demostrando así que no guardaba ningún resentimiento por lo que había pasado. Cualquiera que hubiera visto la escena habría pensado que eran amigos de toda la vida. Cuando Reubén llegó a su casa, su familia lo recibió cálidamente y le dijeron al unísono que estaban orgullosos de él, y lo colmaron de bendiciones y regalos.

 

Pasaron cuatro años. El incidente había quedado casi desaparecido de la memoria de aquellos que lo presenciaron. Pero Hashem Itbaraj, que todo recuerda, lo tenía bien presente. Él no había olvidado ningún detalle de aquel osado acontecimiento. La madre de nuestro pequeño héroe, que ahora tenía 17 años, se encontraba ocupada en los preparativos para Shabat. De repente sintió un dolor en el pecho. Llamaron al médico familiar, quien examinó a la mujer y les dijo: “No me gusta la forma en la que se está comportando su corazón. Necesitamos enviarla al hospital para que le practiquen algunos estudios”. La mujer se resistía: “¡No he terminado con los preparativos de Shabat!”. El médico le explicó que se trataba de algo delicado. No le quedó más que aceptar y llamaron a una ambulancia.

 

Mientras tanto, el padre se dirigió al “hombre de la casa” y le dijo: “Acompaña tú a mamá, yo me quedo en casa. Tus hermanos pequeños me necesitan. Confío en que tú sabrás cuidarla”. La ambulancia llegó y se fueron rápidamente al hospital Shaaré Tzedek. Los doctores comenzaron a hacer una minuciosa evaluación de los síntomas y de los exámenes. Reubén esperaba impaciente afuera. El médico que atenía a la señora salió y preguntó si había algún familiar; necesitaba autorización para practicar un estudio de alto riesgo.

 

El joven se quedó helado: “¡¿Qué le contesto?!”, pensó. “¡Necesito el consejo de alguien mayor!” Comenzó a pedir clemencia del Cielo. Estaba tan inmerso en su preocupación que no se percató de la movilización que había en el hospital.

 

El Gaón Rab Yosef Shalom Eliyashib había ingresado al hospital debido a una dolencia que preocupó a su médico de cabecera, el doctor Gabriel Monter. Cuando terminaron la auscultación, el médico instó al Rab para que se quedara una noche en observación. Cuando llegó a oídos del joven que el Gaón se encontraba en el hospital, corrió a pedirle consejo. Los cuidadores del Rab tenían órdenes de no recibir a nadie; el doctor había ordenado reposo total.

 

El joven no sabía cómo llegar con el Rab. Al salir de la habitación Rabí Abraham, el hijo del Gaón, el joven escucha que está buscando a alguien que lea el Séfer para el Gaón. “Casualmente” ese Shabat se leía Perashat Itró, la misma que el joven había preparado para su bar mitzvá. Los taamim sonaban claros todavía en su mente… ¡Por fin se le ocurrió una idea que podría llevarlo cerca del Rab!

 

Se acercó a los rabinos y les solicitó permiso para leer la Torá. Le hicieron una pequeña prueba y quedaron convencidos de que era la persona ideal. Al siguiente día leyó afinadamente y el Gaón quedó complacido. Al terminar la tefilá, el joven se acercó al Rab para pedir su consejo. El Gaón le solicitó que expusiera su caso con su médico particular; mientras el doctor revisaba los estudios, el Rab bendijo a la mujer.

 

Pocos días después la mujer regresó sana y salva a su hogar. Aquella Perashá que no se pudo leer en su momento, se leyó cuatro años después y aquella cesión le obsequió una “nueva madre”….

 

Bendecimos a nuestros hijos diciendo: “Que te ponga Hashem como Efráim y Menashé”. Pedimos al Creador que los ilumine para que tengan como modelo la figura de estos dos hermanos, que fueron el símbolo de la unión. Todos anhelamos que nuestros hijos actúen sin envidia ni vanidad. Cuando Am Israel recibió la Torá en Har Sinaí, dice: Y acampó allí Israel frente al monte. Debería decir: “acamparon”. Todos estaban unidos: como un solo hombre y un solo corazón; Hashem resaltó este acto en su Torá para que aprendamos que esa es la condición que necesitamos para recibir la Torá. La unión sólo se puede lograr pensando en el prójimo, cediendo, compartiendo…

 

Cierto rey cabalgaba en un bosque con sus servidores cuando divisó un pájaro de una extraña belleza. Nunca había visto algo igual. Ordenó que el ave fuera capturada para que él pudiera estudiarla cuidadosamente. Por desgracia no había una escalera, de modo que ordenó a sus asistentes que formaran una torre humana, a fin de que pudieran alcanzar al pájaro. Cada hombre se paró sobre los hombros de otro y, cuando el que estaba en la cima podía estirar la mano para capturar al ave, el hombre de la base se impacientó y se movió un poco. Esto causó una reacción en cadena y los hombres comenzaron a perder el equilibrio, desplomándose finalmente uno sobre otro. Entre tanto, el ave, asustada por el ruido, se alejó volando.

 

Así como cada hombre era necesario para formar la escalera humana, la cooperación de cada judío es necesaria para formar la Nación Judía. La vida de cada judío está estrechamente vinculada a la de su hermano, de modo que si un eslabón es débil se perjudica toda la “cadena”, e incluso puede romperse. De tal modo, cuando un judío experimenta infortunio o se encuentra en peligro de abandonar su Judaísmo, corresponde a sus hermanos ir en su ayuda. Si ellos lo ignoran y olvidan el espíritu fraterno, la nación entera se debilita.[1] Cada uno (de los integrantes del Pueblo) de Israel es garante uno del otro.[2].©Musarito semanal

 

 

 

“Sólo por la hermandad puedes aceptar sobre ti mismo la Soberanía de Hashem.

 

La llave para ser temeroso de Dios es la unidad de uno con el otro.”[3]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Lilmod Ulelamed, pág. 186; Rab Mordejai Katz.

 

[2] Shebuot 39a.

 

[3] Rabí Moshé de Kobrin.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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