La Torá es un árbol de vida para quienes se aferran a ella[i]

 

 

“Una mujer cuando concibiere…” (12:1).

 

Hashem se dirigió a Moshé indicándole las leyes referentes a la mujer parturienta. Cuando Hashem desea que nazca un ser humano, pide al ángel encargado de la concepción que traiga un alma del Gan Eden (paraíso). Sin embargo, el alma se resiste a que ser arrancada de su fuente Divina y se queja ante Hashem: “Yo soy pura y sagrada, unida a Tu Gloria. ¿Por qué debo degradarme al introducirme en un cuerpo humano?”. Hashem le corrige: “No es como tú dices. El mundo en el cual vivirás es mucho más hermoso que el mundo del cual provienes. Fuiste creada con el solo objetivo de que convertirte en parte del ser humano y seas elevada con sus acciones”.

 

El Todopoderoso hace caso omiso del argumento y la obliga a que unirse con la descendencia a la que fue destinada. Incluso antes de que el feto se forme, el ángel pregunta a Hashem: “¿Cuál será su destino?”. En ese momento, todo el futuro de la criatura que está por nacer queda predestinado. Hashem determina si será hombre o mujer, si será sana, si sufrirá alguna enfermedad o incapacidad; su aspecto, el grado de inteligencia que poseerá, así como sus capacidades físicas y síquicas. Además, todos los detalles acerca de sus circunstancias ya se decidieron: si será rica o pobre, qué poseerá y con quién contraerá matrimonio.

 

Todos los acontecimientos de la vida del hombre están predestinados, excepto si la persona se convertirá en un tzadik (justo) o en un rashá (malvado). Cada uno se forma a sí mismo con las facultades y capacidades con las que nació. “No dejemos que el hombre sabio se jacte de su sabiduría ni el poderoso de su poder ni el rico de sus riquezas. Pero dejemos que aquel que reza se jacte de ello, de que me conoce, que Yo soy Hashem, Quien hace justicia y el bien en la Tierra. Estas son las cosas que verdaderamente aprecio”, dice Hashem.[ii]

 

Mientras el bebé crece en el vientre de su madre, un ángel enseña a su alma toda la Torá. Rabí Simlai describe así el entorno donde se encuentra la criatura: “Hay una luminaria encendida sobre su cabeza, por la cual puede ver de un extremo al otro del mundo”.[iii] Las palabras de Rabí Simlai pueden interpretarse de la siguiente forma: la luminaria encendida representa a la Torá y las mitzvot.[iv] Esta luz es tan intensa que permite observar a simple vista lo que sólo el telescopio más potente podría llegar a percibir. Le muestran también el Gan Eden y el Guehinam, y el ángel le implora: “¡Sé una persona justa! ¡No te conviertas en un malvado!”. Cuando llega el día del alumbramiento, en el momento que el bebé sale al mundo, el ángel toca sus labios y hace que olvide todo el conocimiento relativo a la Torá que previamente se le impartió.[v],[vi]

 

Preguntan los Jajamim: “¿Para qué se le enseña Torá, si al momento de nacer va a olvidarla?”.

 

La Torá que estudia el bebé antes de nacer es una Torá espiritual. Se le infunde allí con un único y sublime objetivo: allanarle el sendero en este mundo. Cuando la persona quiera estudiar Torá, aunque su esfuerzo sea total, no llega a comprender cabalmente dicha sabiduría, ya que ella, al ser parte del Creador, como bien expresa el Rambam: “Es imposible para el ser humano entender su sabiduría”. Por eso, Hashem infunde al alma, antes de su arribo a la tierra, los conceptos de Torá que el ser humano guardará en un rincón de su memoria. Nos es imposible comprender la Sabiduría Divina, pues nuestro intelecto no está preparado para esa tarea; pero sin ese conocimiento previo sería imposible entender lo que está escrito en ella. Se requiere de mucho esfuerzo y dedicación para que el Creador abra la mente de la persona y ésta pueda recordar lo aprendido en el seno materno.

 

Dos elementos definen cada acto de la vida: la construcción y el florecimiento. El primero constituye la dedicación, el esfuerzo. El segundo un regalo del Creador. Uno sin el otro no pueden existir, pues aunque alguien se esfuerce en estudiar necesita del consentimiento del Cielo para que ello ocurra; necesita “recordar” aquello que se le otorgó por gracia de Hashem.[vii] Y por eso el Midrash afirma: “Todo el que estudia Torá y no cumple con lo escrito en ella, mejor sería que nunca hubiera visto la luz del mundo”. Allí, en el vientre materno, hacía lo mismo que en este mundo: estudiar sin concretar nada en la práctica. ¿Para qué salir?[viii]

 

En un lejano bosque había una singular costumbre: una vez al año se reunían los árboles más jóvenes y rodeaban al árbol más anciano, que en cada oportunidad les relataba con renovado ánimo la siguiente historia:

 

“Somos una gran familia, cada uno con características diferentes. Hay algo que todos tenemos: nacemos, crecemos, damos vida a nuevos retoños y finalmente desaparecemos… Solamente el árbol de la vida es el único que vive para siempre. Y voy a contarles lo que ocurrió cuando un grupo de leñadores entró al bosque en busca de madera. Cuando vieron nuestros hermosos troncos, anchos y vistosos, comenzaron a golpearnos con sus hachas sin piedad, con furiosa voracidad… Pero a pesar del esfuerzo, y luego de intentarlo una y otra vez, no lograban derribar a todos. Al final cayeron exhaustos y desesperanzados. Pero apenas recuperaban el aliento, continuaban talando y talando. Al ponerse el sol, las últimas luces del atardecer dejaron al descubierto, al final del bosque, un pequeño, débil y solitario arbolito. De inmediato los leñadores se abalanzaron sobre él descargando toda su furia; lo arrancaron de sus raíces, lo cubrieron de sal y lo quemaron para que ya nunca más volviera a crecer. Finalmente, satisfechos, como si nada hubiese ocurrido, tomaron sus cosas y se marcharon…

 

Un inmenso silencio inundó el bosque. Nadie se atrevía a hacer ningún comentario. Sin embargo, al cabo de unos días comenzó a asomar, en el mismo lugar donde había estado el indefenso arbolito, una pequeña planta, fresca, joven y hermosa… Miró hacia todos lados, como queriendo verificar si el peligro había desaparecido, y casi mágicamente comenzó a florecer… Los árboles de alrededor no podían creer lo que estaban viendo: “¡No puede ser!”, exclamaron. “Te han quemado, te destruyeron… ¿Cómo has podido florecer nuevamente?” La plantita alzó sus ojos y les habló dulcemente: “Hace muchos años cayó aquí una pequeña semilla. Ella se pudrió y explotó; echó raíces… Así fue como comencé a crecer. A mi lado se encontraba parado un árbol anciano que me dijo sonriente: ‘¿Sabes quién soy yo…? Soy tu padre… Debes saber que vendrán días muy difíciles. Eres un árbol de aspecto débil, pero con características especiales y con mucho potencial, por lo que muchos intentarán destruirte. Pero tú enfrentarás a todos sin temor… Y cuando esos días lleguen, te aferrarás fuertemente a tus raíces y yo te tomaré entre mis brazos para cuidarte hasta que todo termine… Entonces florecerás nuevamente… Este es mi secreto…’, concluyó el pequeño árbol.”

 

Así terminaba su historia el árbol anciano bajo la atenta mirada de los demás. Luego, uno de los jóvenes preguntó, intrigado, al anciano: “¿Y cuánto tiempo hace que plantaron esa semilla?”. Contestó el árbol meneando la cabeza: “Eso fue hace muchos años…”.

 

El secreto del árbol de la vida es el mismo que poseemos nosotros, ustedes y todo el Pueblo de Israel. Nuestra vitalidad está en nuestras raíces; ellas garantizan nuestra supervivencia. ¿Cuántos fuertes y poderosos imperios han querido destruirnos? A pesar de todo, seguimos en pie… Nosotros somos la prueba de ello… ¿Cómo ha sido posible que un pueblo tan pequeño y débil haya sobrevivido a tantas persecuciones, a tantos intentos de destrucción y exterminio? Es la Torá que llevamos dentro la que nos permite resistir y levantarnos una y otra vez. Esa Torá que se encuentra oculta en algún lugar de nuestra memoria y que fluye a borbollones una vez que invertimos tan sólo un poco de esfuerzo por aprenderla, por hacerla parte de nuestra vida. En ella encontramos la fuerza espiritual que necesitamos para enfrentar todas las adversidades del mundo. ©Musarito semanal

 

 

 

“Es como un árbol plantado junto a las aguas, que extiende sus raíces hacia el río; no teme cuando llega el calor, permanece verde su hoja; no se inquieta en el año de la sequía, ni deja de dar fruto.”[ix]

 

 

 

 

 

[i] Mishlé 3:18.

 

[ii] Irmeyahu 9:22-23.

 

[iii] Nidá 30b.

 

[iv] Mishlé 6:23.

 

[v] Nidá 30b.

 

[vi] Extraído de El Midrash Dice, pág. 105, Rab Moshé Weissman.

 

[vii] Rab Shlomó Wolbe.

 

[viii] Midrash Tanjumá, Ékeb 6.

 

[ix] Irmeyahu 17:8.

 

 

 

 

 

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