Todo el que enseña Torá a un niño es como si lo hubiera engendrado

 

 

“Estos son los descendientes de Aharón y de Moshé…” (3:1)

 

 

 

El libro de Bamidbar comienza mencionando a los hijos de Aharón y Moshé, y luego procede a enumerar solamente los nombres de los hijos de Aharón. La Torá no podía haber atribuido por equivocación los hijos de Aharón a Moshé. Antes bien, la Torá expresa de esta manera un concepto muy importante: cuando alguien enseña a un niño Torá, este niño es considerado como hijo del maestro. Aunque Moshé era el tío de los hijos de Aharón, el hecho de que los guiara en los caminos de Hashem hace que la Torá también lo considere como su padre. Un educador de la Torá es, en todos sentidos, un padre espiritual de sus estudiantes.

 

Cierta vez, un maestro fue a ver al Jazón Ish y pidió su consejo sobre la posibilidad de cambiar de profesión. Quería convertirse en pulidor de diamantes. “¿No lo eres ya acaso?”, le preguntó el Jazón Ish.[1]

 

Rab Shelomó Yosef Feinstein fue una gran personalidad. Dedicó gran parte de su vida a rescatar niños judíos refugiados en los conventos europeos una vez finalizado el holocausto. También tuvo el mérito de ocuparse de la restauración del lugar donde se encuentra sepultado el Ramá (Rab Moshé Ben Israel Iserlish). Absorbido por tantas ocupaciones, y con una actividad pública tan intensa, no es extraño que sus allegados hayan olvidado casi por completo la función que desarrolló en su juventud, durante muchos años, como moré en el Talmud Torá. Incluso él mismo hubiera olvidado esa etapa lejana de su vida de no haber sido por un suceso ocurrido después de cuarenta y cinco años de finalizada su labor como educador.

 

En su último año como moré, tuvo a su cargo el octavo grado. En una oportunidad anunció a sus alumnos que al finalizar el año les practicaría un examen, y quien contestara acertadamente todas las preguntas recibiría un premio. Esto despertó el interés de los jóvenes, que tomaron con seriedad la propuesta y se esforzaron en el estudio. Pero una vez calificados los exámenes, que se hicieron por escrito, quedó por completo claro que sólo uno de ellos había contestado bien todas las preguntas. En público, en presencia de todos los padres y alumnos de la escuela, fue homenajeado el ganador del premio, e invitándolo a subir al escenario el Rab le entregó en persona un libro, un Kitzur Shulján Aruj.

 

Cuarenta y cinco años pasaron desde entonces. Muchos acontecimientos sucedieron en el transcurso de esos años; muchos sufrimientos asolaron a la humanidad, inmersa en el terror de una espantosa guerra que devastó Europa. ¿Quién tenía tiempo de recordar sus épocas de docente, cuando educaba a los niños en el camino de la Torá, habiendo tanto dolor en el mundo…?

 

Una noche, Rab Shlomó Feinstein, quien ya era muy anciano, se encontraba estudiando en su casa. Escuchó que tocaban a la puerta. Se paró a abrir y se encontró con un yehudí que, parado en el umbral, le preguntó: “Disculpe la molestia. ¿Vive aquí Rab Shlomó Yosef Feinstein?”. El Rab le respondió: “Dime, ¿en qué puedo ayudarte?”. Cuando el visitante escuchó la respuesta, sacó un libro, un Kitzur Shulján Aruj, que estaba casi a punto de desintegrarse por el evidente paso del tiempo, y le dijo: “Seguramente no me recuerda, pero si me permite, quisiera pedirle que haga memoria y recuerde el concurso en el que participaron los alumnos de octavo grado, hace cuarenta y cinco años, y del cual yo fui el ganador”. Cuando el Rab vio el libro, regresaron a su mente aquellos acontecimientos e invitó a su visitante a pasar a la sala, mientras le preguntaba qué lo había hecho llegar hasta allí.

 

“Dos motivos me trajeron hasta este lugar”, comenzó a explicar el hombre. “El primero es devolverle este libro. El segundo, si usted dispone de tiempo, es relatarle algo que sucedió.” El Rab estaba asombrado, pero el invitado no esperó la respuesta y siguió hablando: “Es mi deseo devolver este libro porque, en realidad, no lo obtuve limpiamente. Durante los últimos años he estado buscando su dirección, Rab, sin poder conseguirla. Ahora que lo he logrado, le hago entrega de un libro que no me pertenece”.

 

El Rab no entendía a qué se refería este hombre. “¡¿Qué significa eso de que lo obtuviste con trampas?!”, exclamó. “¡Yo recuerdo que contestaste bien todas las preguntas, y te destacaste enormemente en ese examen!” El hombre seguía sin levantar la mirada. “Es cierto”, dijo, “pero después de todos estos años quiero revelarle que no supe las respuestas por mí mismo. Las copié. Por eso el libro no me pertenece.” Y siguió relatando que, en realidad, el libro no le había llegado lícitamente, y como al principio no le había molestado, con el transcurso de los años, después de haber ingresado al mundo de los negocios, su nivel espiritual había disminuido de forma drástica.

 

Un día, de pronto, encontró el Kitzur Shulján Aruj, que por alguna razón estaba sobre la mesa, y un doloroso remordimiento oprimió su corazón al recordar cómo había copiado las respuestas para ese examen. “Fue para mí un mensaje claro y directo del Cielo de que mi descenso provenía de haber recibido el libro con engaños, y decidí regresarlo.” Siguió narrando los esfuerzos que había hecho para conseguir la dirección del moré que le había entregado el libro. “A lo largo de todos estos años llevé el libro conmigo, con la esperanza de encontrarlo algún día y entregárselo. Hace unos meses fui a Japón a cerrar unos negocios. Un día, caminando por las calles de Shanghai, vi a un anciano religioso y se me ocurrió preguntarle si conocía a un rabino llamado Shlomó Yosef Feinstein. Nunca pensé que iba a recibir una respuesta positiva, pero pronto entendí que la persona que decide actuar como Hashem quiere, del Cielo le muestran el camino de manera que uno ni se imagina. El anciano respondió: ‘Rab Moshé es mi cuñado’. Me dio la dirección y heme aquí, tocando a su puerta, como un pobre, para devolver el libro.

 

“Desde hace mucho tiempo me dedico al comercio y he tenido mucho éxito desde que descubrí que la causa de mi descenso espiritual había sido copiar en ese examen. Viajé de una ciudad a otra, de un continente a otro; me encontré con los más ricos y poderosos del mundo, y siempre el Kitzur Shulján Aruj estaba frente a mí, sobre la mesa o en mi portafolio, y cada vez que lo veía recordaba lo que hice en octavo grado. Y me comprometí, con decisión absoluta, a no volver a hacerlo y comportarme exclusivamente con honestidad, y ser fiel a la verdad.

 

“Hoy soy considerado una persona muy rica, y hago grandes negocios con la ayuda de Hashem, que me alumbra el camino para cuidar la rectitud, pese a estar en un medio en el que habitualmente no se tiene mucho cuidado en ese aspecto. Nunca hice un negocio que no fuera por completo kasher. Me cuidé siempre hasta el último detalle en este tema. Más aún, todo negocio que despertara en mí una sospecha de transgresión de alguna halajá, aunque ello implicara una gran pérdida de dinero, era rechazado al momento. Mi querido maestro: quiero que sepa que toda mi fortaleza proviene de este pequeño libro. Bastaba con verlo sobre la mesa para recordar mi obligación en la Tierra, y comprender qué espera de mí HaKadosh Baruj Hu.”[2] El sabio de corazón es llamado hombre sensato, y la dulzura de sus labios incrementa sus enseñanzas.[3]

 

Educar es una profunda obligación moral. ¿Por qué? Imagínate que alguien conoce la cura para el cáncer y no la quiere compartir. Esa persona está provocando que todo el mundo sufra. ¿Cómo lo llamaríamos? Un asesino. Ahora imagínate la peor de las enfermedades, la más destructiva, la más dolorosa y la más contagiosa de todas: la ignorancia. La ignorancia pervierte a la gente y los lleva a hacer cosas que son contraproducentes. Conduce a tener una vida de sufrimiento. Causa que la gente arruine a sus propios hijos, a tener conflictos con sus esposos y a sufrir en un trabajo sin fin toda la vida. Todo esto es provocado por la ignorancia. Todos queremos ser buenos. Enseñar sabiduría a los demás te da el respeto propio de saber que no eres egoísta.[4]

 

Las palabras que salen del corazón, entran al corazón: “Así como la cara se refleja en el agua, así es el corazón de la persona con su prójimo”.[5] La base de la educación tiene que estar en el aprecio y cariño del educador con respecto al alumno, y saber el valor de las palabras, las que pueden construir y por desgracia también pueden destruir….  ©Musarito semanal

 

 

 

“Aquel que enseña Torá al hijo de su prójimo es como si él mismo lo hubiera engendrado.”[6]

 

 

 

 

 

 

 

[1] Séfer Hagadá; Lilmod Ulelamed, pág. 170, HaRab Mordejai Katz.

 

[2] Extraído de la revista “Or Torá”, Rab Rafael Freue.

 

[3] Mishlé 16:21

 

[4] Rab Noah Weinberg.

 

[5] Mishlé 27:19.

 

[6] Sanhedrín 99a.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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