La codicia y la ambición

 

Perashat Bemidbar

 

 

 

 “Y habló Hashem a Moshé, para ordenarle…” (5:1-3).

 

La Perashat Nasó contiene varias leyes que derivan hacia un vasto número de midrashim que hablan al respecto. El capítulo quinto comienza dictando las leyes concernientes a las personas afectadas con tzaráat (una plaga enviada por Hashem para castigar la maledicencia y la calumnia). Ellos debían salir de los límites de los campamentos hasta haber sanado de su impureza. Continúa la Torá y nos habla sobre las leyes relativas al delito de robo y el juramento en falso. Si una persona confesaba tener en su poder incorrectamente algo del vecino, tenía que restituir lo robado, pagar una multa y llevar también una ofrenda de culpa a Hashem como expiación por su pecado. Finalmente nos dicta las leyes en un caso de una mujer demandada por infidelidad; la Torá nos enseña un largo procedimiento para confirmar la veracidad de esas sospechas; siempre y cuando la mujer aceptara esa comprobación, limpiaba su nombre.

 

¿Qué lleva al ser humano a cometer semejantes pecados? Por el hecho de no sentirse satisfecho ni conforme con lo que Hashem le asignó. “No codiciar” es el último de los Diez Mandamientos, para enseñarnos que la persona que codicia puede llegar a transgredir todos los demás. Desear lo de otros puede llevarlo a robar, a jurar en vano y finalmente a asesinar.[1]

 

La envidia, los deseos y la búsqueda de honores eliminan a la persona del mundo.[2] La envidia causa daños al espíritu y a la salud física y mental. Una persona envidiosa siempre se sentirá triste y desdichada, y no podrá estudiar Torá ni hacer una tefilá como corresponde, dado que su mente estará ocupada con otros pensamientos.[3] Una persona que codicia lo de otros sólo se perjudica a sí misma…[4]

 

Cierta vez Adriano, emperador de Roma, avanzó con sus ejércitos contra un país que se había insubordinado en su contra. En el camino encontró a un anciano que plantaba retoños de higueras y le preguntó: “¿Cuántos años tienes?”. Le respondió: “Cien”. Adriano continuó: “¡Eres un anciano de cien años y te afanas plantando retoños! ¿Acaso piensas comer sus frutos?”. El anciano respondió: “Mi rey y señor, yo los planto, si soy merecedor, comeré de sus frutos; si no, tal como mis antepasados trabajaron para mí, de la misma manera me esfuerzo yo para mis hijos”.

 

Adriano pasó tres años en la guerra y a su regreso encontró a ese mismo anciano, en el mismo lugar. ¿Qué hizo el anciano? Tomó una cesta, la llenó de frutos, se la ofreció y dijo: “Mi rey y señor, recibe esto de tu siervo. Yo soy aquel anciano que a tu partida habías encontrado plantando retoños. Hashem me ha concedido el privilegio de comer los frutos de mis plantas, y éstos que te ofrezco son de la misma cosecha”. De inmediato Adriano dijo a sus siervos: “Tomen la cesta y llénenla con monedas de oro”. Y así lo hicieron. El anciano tomó la cesta y regresó a su hogar. Y se vanaglorió ante su mujer y sus hijos, relatándoles el episodio.

 

La vecina, que estaba allí, oyó el relato, regresó a su casa y dijo a su marido: “¿Ya viste a los vecinos? ¡Todas las personas ganan, mientras tú permaneces en casa, en la oscuridad! Nuestro vecino obsequió una cesta de higos al rey Adriano y éste se la devolvió con monedas de oro. ¿Qué esperas? Toma tú también una cesta grande y llénala con toda clase de dulces, manzanas, higos y otras frutas sabrosas que sean de tu agrado, y llévaselas; quizás te la devuelva llena de monedas de oro, tal como hiciera con nuestro anciano vecino”. El hombre atendió el consejo de su esposa; tomó una cesta grande, la llenó de higos, la cargó al hombro, salió al encuentro del rey por un atajo, se apostó ante él y le dijo: “Mi rey y señor, he oído que le agradan las frutas. He traído estos deliciosos higos para su majestad”. El rey le dijo: “¿Piensas que a mí me falta algo?”. Ordenó a sus oficiales: “Tomen la cesta y arrójenla sobre su rostro”. Lo desnudaron y empezaron a arrojarle los higos, hasta que su rostro se tornó amoratado y sus ojos se oscurecieron. Volvió a su casa decepcionado, y cuando su esposa lo vio con el rostro golpeado y el cuerpo dolorido, le dijo: “¿Qué te ha sucedido?”. El hombre le respondió: “Te retribuiré por todos estos honores que me han hecho. ¡Mira lo que gané con tu consejo!”. Ella, todavía cegada por la envidia, le respondió: “Agradece que eran higos y no cítricos. Mejor que estaban maduros y no verdes…”.[5]

 

Así como los anteojos que son hechos para otra persona no te sirven a ti, de la misma manera las herramientas materiales son confeccionadas para ser usadas por la persona a quien le fueron dadas. ¡A ti no te son útiles! Todo aquel que asimile debidamente esta perspectiva, no habrá de envidiar lo que posean los demás.[6] Toda persona que aprecie que el Todopoderoso ha creado un sinfín de cosas en el mundo tendrá conciencia de incontables cosas buenas que existen en el universo sólo para su beneficio. Con esta apreciación, nadie se considerará pobre en comparación con otros, sólo porque ellos posean un poco más que él.

 

Aun el ser más pobre del mundo tiene muchas cosas por las cuales estar agradecido. Todos tenemos la capacidad de alcanzar altos niveles de felicidad. No permitas que otra persona que posea más que tú te robe tu felicidad. Lo único que se necesita es detenernos a analizar brevemente aquellos deseos que nos atacan sin cesar. Entonces nos daremos cuenta de que el mayor provecho que extraemos de algo es cuando lo obtenemos por primera vez. Luego de un breve lapso llegamos a acostumbrarnos a ello…

 

Eventualmente la persona rica no obtendrá mayor deleite de sus comidas sofisticadas que la del indigente que disfruta de sus escasos alimentos. Así también el dolor que experimente un millonario al echar de menos algo que desea fervientemente ha de ser casi tan grande como el pesar de un necesitado a quien le falte un bien de carácter más indispensable.[7] Nuestras vidas son tan fugaces y breves que no vale la pena desperdiciar nuestro tiempo en sentir envidia de nadie por motivo alguno.[8]

 

La envidia tiene aspectos positivos, sin embargo, ya que sin ese sentimiento el mundo se detendría y la gente no tomaría la iniciativa para alcanzar sus logros. Hay dos tipos de envidia: la positiva, que aumenta la sabiduría; y la envidia que saca a la gente de este mundo. La envidia es positiva cuando encuentras virtudes en alguien y desearías tú también poseerlas, y la misma resulta beneficiosa porque podría motivarte para que mejores. En cambio, se considera negativa cuando lamentas que otros tengan una virtud de la cual careces, y desearías que le ocurriera eso mismo a esa persona.[9] ©Musarito semanal

 

 

 

 

“Estar conforme con lo que se posee es la base de las buenas cualidades. La ambición y la codicia son lo opuesto. A quien le hace falta la confianza en Hashem, la Torá no se mantiene dentro de él.”[10]

 

 

 

 

 

[1] Séfer Shaaré Kedushá 8:2, Cap. 4.

 

[2] Pirké Abot 4:21.

 

[3] Reshit Jojmá, “Shaar HaAnavá”, Cap 7.

 

[4] Mesilat Yesharim, cap. 11.

 

[5] Yalkut Shimoní, Vayikrá Rabá 25 y Tanjumá Kedoshim.

 

[6] Mijtab MeEliahu, vol. 1, pág. 136.

 

[7] Las puertas de la felicidad, pág. 424, Rab Zelig Pliskin.

 

[8] Rab Jaim Vital, “Shaaré Kedushá”, 1, 5.

 

[9] Jojmá UMusar, vol. 2, pág. 177.

 

[10] Gaón Rabí Eliahu de Vilna.

 

 

 

 

 

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