La arrogancia

 

“Y habló Hashem a Moshé y a Aharón, y les ordenó acerca de los hijos de Israel y acerca del Faraón, rey de Egipto” (6:13).

 

 

Hashem ordenó de nuevo a Moshé que fuera a dar aviso al Faraón de la liberación de Sus hijos. Moshé temió que el Faraón no lo escuchara debido al problema de dicción que tenía. Una vez más, el Todopoderoso dijo a Moshé que quien hablaría por él sería su hermano Aharón, pero que el corazón del Faraón sería endurecido por Él y, en consecuencia, severos castigos caerían sobre el pueblo egipcio.

 

Podríamos pensar que la negativa de Moshé se debía a que pensaba que la responsabilidad de hablar con el Faraón correspondía a su hermano mayor, o quizás porque Aharón era también un profeta y seguramente sería considerado más grande y virtuoso delante de Hashem.

 

Al final Hashem aceptó que Aharón lo acompañara y expusiera el mensaje de Moshé delante del Faraón. Moshé nos legó con su actitud una ley universal: la prohibición de despreciar la honra de una persona. Es un mandamiento que recae sobre cualquier individuo por el solo hecho de tratarse de un ser humano.

 

Cerca de la ciudad de Danzig vivía un rebe jasídico que era poseedor de una considerable riqueza. Enfundado en un traje negro, sombrero de copa y un bastón de plata para caminar, el Rab solía dar un paseo matinal. Durante su caminata solía saludar a cada hombre, mujer o niño que encontraba a su paso con una cálida sonrisa y un cordial “¡Buenos días!”. De este modo, con el paso de los años el Rab se familiarizó con muchos de sus vecinos y siempre los saludaba por su nombre y título apropiados.

 

Cerca de los límites de la ciudad, en los campos, solía intercambiar saludos con Herr Müller, un hombre alemán residente de Polonia. “¡Buenos días, Herr Müller!”, se apresuraba a saludar el Rab al hombre que trabajaba en los campos. “¡Buenos días, Herr Rabbiner!”, era la respuesta.

 

Entonces comenzó la guerra. Los paseos del Rab cesaron. Herr Müller vistió un uniforme de la SS y desapareció de los campos. El destino del Rab fue similar al de la mayoría de los judíos que vivían en Polonia. Perdió a su familia en el campo de muerte de Treblinka y, tras sufrir mucho, fue deportado a Auschwitz.

 

Un día, durante una selección, el Rab estaba en la fila con centenares de judíos esperando el momento en que se decidiría su destino, para vida o para muerte. Vestido con un uniforme rayado, la cabeza y la barba rasuradas y los ojos afiebrados de inanición y enfermedad, el Rab parecía un esqueleto andante.

 

“¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Izquierda, izquierda!”. La voz a la distancia se acercaba. De repente, el Rab sintió un poderoso impulso por mirar la cara del hombre que, con guantes blancos como la nieve, sostenía una pequeña vara, y una voz metálica que jugaba a ser Dios y decidía quién debía vivir y quién morir. Alzó los ojos y oyó su propia voz diciendo: “¡Buenos días, Herr Müller!”.

 

“¡Buenos días, Herr Rabbiner!”, respondió una voz humana debajo del bonete de la SS adornado con una calavera y huesos cruzados. “¿Qué está haciendo usted aquí?”. Una débil sonrisa apareció en los labios del Rab. La batuta se movió a la derecha, a la vida. Al día siguiente, el Rab fue transferido a un campo más seguro.[1]

 

Hashem ordena a Moshé y a Aharón que conduzcan al pueblo con paciencia y tranquilidad, y que se dirijan al Faraón con respeto.[2] El Faraón se había convertido en el símbolo de la perversión: se bañaba con la sangre de niños judíos para curarse de su lepra; utilizaba el cuerpo de nuestros niños para completar los ladrillos de las ciudades que construía. ¿Existe algo más cruel que esto? Y a pesar de todo, Hashem les pide que no le falten al respeto. Moshé y Aharón cumplieron la orden al pie de la letra. Incluso cuando llegó el momento de la plaga de los primogénitos, Moshé dice al Faraón: Y descenderán todos tus sirvientes a mí y se arrodillarán a mí diciendo: Sal, tú y todo el pueblo que te sigue...[3] En realidad, Moshé no se refería a los sirvientes, sino que sería el propio Faraón quien les imploraría que se fueran, tal como lo había previsto Hashem. Sólo que se lo dijo en forma respetuosa.

 

En la Haftará que leemos esta semana se nos relata acerca de otro rey egipcio que vivió en la época del profeta Yejezkel. Este rey también idolatraba al río Nilo y, al igual que su antecesor, hacía creer a su gente que él se había hecho a sí mismo, que no necesitaba nada de nadie y que nadie estaba por encima de él. Tenía un gran ejército y había logrado vencer a todos sus enemigos. Hashem mandó al profeta Yejezkel a decirle: He aquí que Yo estoy sobre ti, Faraón. Yo soy el Amo por encima de tu cabeza.[4] Esto se asemeja a un huésped que entra a la casa de un adinerado y encuentra allí a un hombre, quien en realidad es el sirviente del dueño de la casa. Cuando el huésped pregunta al hombre quién es el dueño de todo ese palacio y a quién pertenece todo ese lujo, el sirviente, lleno de arrogancia y de altanería, le contesta que él es el poseedor de todo eso, y todo lo que él ve le pertenece. Justo en ese momento entra el verdadero dueño de la casa y dice: “¡Yo soy tu Amo y el que está por encima de ti, y tú debes someterte ante mí!”.[5] Por haberle faltado al respeto le sentenció: Serás el más bajo de los reinos, y nunca te levantarás.[6]

 

Esto nos sirve de ejemplo para todos los tiempos y para todos aquellos que se jactan de haber logrado solos todo cuanto poseen. La seguridad que sienten con la riqueza, alianzas y pactos con gente “poderosa”, ¿acaso el poder y la seguridad son eternas? ¿Cuántos pueblos y naciones hemos visto caer desde lo más alto? No debemos olvidar nunca que Hashem es el Único que salva y protege. Todo le pertenece; todo el honor, absolutamente todo pertenece sólo a Él. Nosotros no somos nada y no poseemos nada, y dependemos absolutamente de Dios.

 

Cierta vez un judío que llamaremos Reubén visitó al Kotzker Rebe para hacerle una petición: “Soy orgulloso y vengo para que me dé un consejo a fin de deshacerme de tan indeseable cualidad”. El Rebe le dijo: “Necesito pensarlo. Mientras tanto, siéntate en esa silla y espera a que te dé la respuesta”. El shamash hizo pasar a la siguiente persona que se encontraba en la fila; entró a la habitación, saludó respetuosamente al Rebe y dijo: “Tengo una hija, pero no cuento con lo necesario para casarla. Soy un hombre pobre. ¡Ayúdeme, por favor!”.

 

El Rebe miró a Reubén y le pidió que diera al pobre hombre una generosa donación para que pudiera casar a su hija. Reubén comenzó a sollozar: “¡Pero, Rebe! ¡Ni siquiera tengo una moneda extra para mí mismo! ¿Cómo quiere que lo ayude?”. El Rebe dio al padre de la joven una generosa cantidad para el compromiso de su hija, y pidió al shamash que hiciera pasar al siguiente en la fila.

 

Esta vez llegó un judío con un complejo problema halájico. El Rebe se dirigió a Reubén: “¿Por qué no le contestas?”. Reubén alzó los hombros y dijo: “Nunca estudié eso. ¿Cómo podría contestarle?”. El Rebe respondió a la pregunta e hizo pasar al siguiente.

 

Un judío deseaba pedir al Rebe su consejo para realizar un negocio. El Rebe se dirigió una vez más a Reubén, que se encontraba sentado a su lado, y dijo: “Quizá puedas darle un buen consejo”. Reubén alzó ahora sus manos y dijo: “No tengo talento para los negocios. Si lo tuviera, habría ayudado al padre de la novia”. El Rebe aconsejó al solicitante y se despidió.

 

El Rebe miró a Reubén a los ojos y le dijo: “No lo entiendo. No tienes dinero ni estudios ni agudeza para los negocios y, a pesar de todo, ¡te sientes altivo! Por favor, dime: ¿qué tienes para presumir…?”.[7]

 

En ocasiones la persona olvida que es un ser mortal; piensa que todo el mundo le pertenece, que es autosuficiente y que sólo por poseer una acomodada posición social y económica tiene derecho a humillar y atropellar a quien se le ponga enfrente… ¡Qué gran equivocación! Estas ideas arrogantes son repudiadas por nuestra Torá. Es cuestión de detenerse un momento y hacer conciencia: “¿De dónde proviene todo cuanto poseo?”. En realidad, NADA nos pertenece; todo proviene del Todopoderoso. Quien más tiene en la vida, más endeudado está con el Creador y, por ende, debe caminar con más humildad. La modestia es uno de los rasgos que más pueden ayudar a la persona a acercarse a Hashem. Aquel que pretenda subir y llegar a la cima con el afán de destacarse y escalar categorías, motivado por el orgullo y la soberbia, sin duda encontrará en su camino tropiezos y pruebas que no podrá superar y su final será la vergüenza y la humillación.©Musarito semanal

 

“Toda cualidad humana que no va acompañada de la humildad,

no tiene ningún valor.”[8]

 

 

 

 

 

 

 

[1] Cuentos Jasídicos del Holocausto, pág. 179; Yaffa Eilach.

 

[2] Ver Rashí, versículo 6:13.

 

[3] Shemot 11:8.

 

[4] Yejezkel 29:2-3.

 

[5] El Maguid de Dubna.

 

[6] Yejezkel 29:15.

 

[7] Relatos de Tzadikim, pág. 45.

 

[8] Maalot Hamidot.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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