Perek 4, Mishná 3, continuación…

 

 

Él solía decir: No desprecies a ningún hombre y no rechaces ninguna cosa, porque no hay hombre que no tenga su hora, ni cosa que no tenga su lugar.

 

Menospreciar a cualquier ser humano es un error muy grave, el cual puede traer consecuencias inimaginables, pues nadie sabe dónde se encontrará esa persona en el futuro; solo hay que dar un vistazo a la historia del pueblo judío, nuestros peores enemigos se hicieron después de una humillación que recibieron durante alguna etapa de sus vidas. Algo que es muy común es que quienes son destacados en algo, critiquen y menosprecien a aquellos que no son como ellos, por ejemplo: aquel que es puntual, criticará a quien no lo sea, o aquel que es muy diestro en el estudio o en su forma de rezar, desdeñará a aquellos que no lo hagan como él. Ben Azai nos enseña en esta Mishná que no debemos menospreciar a nadie, pues el desprecio conduce al alejamiento entre las personas; no porque el otro no posea las mismas habilidades, hábitos y forma de pensar que tú, te concede el derecho de desestimarlo, ni siquiera mentalmente, da por seguro que muy probablemente, tendrá el otras virtudes que tú no posees.[1] Nuestros Sabios tenían esto muy presente, mantenían la fe en el ser humano, sabían que todos poseen la libertad y el potencial para ser personas justas, inclusive dicen en el Talmud, que si un hombre contrae matrimonio con una mujer diciéndole: “He aquí que eres consagrada para mí con la condición de que yo sea una persona completamente virtuosa”, los Sabios establecieron que ese casamiento debe considerarse válido, aun cuando él sea un hombre conocido como un malvado, porque nadie conoce sus pensamientos, y si su decisión es auténtica.[2]

 

Tampoco desdeñes a ningún hombre, diciendo: “¿Qué daño podría hacerme fulano? Está tan lejos de mi…[3] Ben Azay advierte: No menosprecies a ningún hombre (grande, chico o gentil) ni tampoco a cosa alguna. Todo hombre tiene su momento, y cualquier cosa puede suceder. Tomemos como ejemplo a uno de los países más desarrollados en su época. Sucedió en Alemania en el año 1934. Uno de los más grandes asesinos de la historia, que no vale la pena nombrarlo, ya detentaba el poder de la nación que provocó dos guerras mundiales y decenas de millones de muertos y tragedias de las que aún la humanidad no se ha repuesto.

 

El Dr. Schiff salía de su despacho, se encontraba en el séptimo piso del edificio donde ejercía como abogado. El ascensor estaba abierto, y repentinamente Otto, el ascensorista (no judío), lo tomó del saco y con un brusco tirón lo introdujo. Antes de que el Dr. Schiff pudiera gritar, Otto movió la palanca del ascensor y detuvo la marcha de este entre un piso y otro. Le puso la mano en la boca del Dr. Schiff y le hizo el gesto de que no hablara. El Dr. Schiff estaba aterrorizado; no sabía lo que pasaba. Y le extrañó el hecho de que Otto se comporte de esa manera, pues siempre había sido muy amable con él.

 

Pasaron unos segundos eternos, y Otto le dijo por lo bajo: “¡Dr. Schiff! ¡Está usted en peligro! ¡Abajo lo está esperando la “Gestapo” para llevárselo!”. “¿Llevarme a mí? ¿Por qué? ¿Qué hice?”. “¡Shhhh! Hable en voz baja. Lo quieren llevar a usted, como se llevaron al Sr. Wertheim y al Sr. Landes. Se están llevando a todos los judíos influyentes de Alemania, y usted es uno de ellos... Y ya escuché que va a haber una persecución en contra de todos los judíos; mujeres y niños incluidos...”.  El Dr. Schiff se puso a temblar.

 

“¿Y qué puedo hacer?”, preguntó. “Vine a advertirle para que pueda escapar. Yo bajaré hasta el segundo piso. Usted salga sin saludar a nadie. Camine por la izquierda hasta el final del pasillo. Doble a su derecha y nuevamente a la izquierda. Al fondo va a encontrar una salida de emergencia; la acabo de abrir para usted. Salga, y aléjese de aquí lo más pronto posible. Y váyase del país con toda su familia inmediatamente”. “No... No sé cómo agradecerle. No sé por qué usted está haciendo esto por mí...”.  “Dr. Schiff: Quiero que sepa que ya son muchos años que yo trabajo en este lugar. Mucha gente entra aquí diariamente y me ve manejando el ascensor, pero nadie jamás se dignó a dirigirme un saludo; para todos es como si yo fuese parte del aparato que maniobro. En cambio, usted siempre me saludó, tanto al entrar como al salir; fue el único que lo hizo, y jamás se olvidó de mostrar su aprecio por mi tarea. Y cuando simplemente cumplo mi función, usted me dice amablemente: “¡Gracias!”, como si le estuviese haciendo un favor. Es gracias a usted que me siento un ser humano, y no parte de un artefacto...”.

 

El Dr. Schiff se quedó impresionado. Otto concluyó diciendo:” ¿Recuerda usted aquella vez cuando me vio con el brazo lastimado? A nadie le llamó la atención más que a usted. Y fue por eso que me recomendó ir con su cuñado el doctor, quien me atendió; me puso un yeso en casi todo el tórax, y me curó... ¡Dr. Schiff! Puedo darle muchas otras razones, pero no nos podemos demorar; tiene que irse. ¡Que D-os lo proteja!”. El Dr. Schiff siguió las instrucciones. Cuando llegó a la calle, en ese momento pasó un tranvía, y aunque estaba en movimiento, se subió a él y se alejó de allí. Desde la ventanilla podía ver a los policías que aguardaban a que él saliera por la puerta principal para llevárselo.

 

El incidente que le contó Otto le dio al Dr. Schiff una buena idea: Se dirigió al consultorio de su cuñado y le pidió que le ponga un yeso desde los hombros hasta la cabeza. Fue por su familia, hizo que lo metieran en una ambulancia, y llegó a la frontera con unos papeles falsos que tenía preparados. Su foto estaba colgada en la cabina de los gendarmes, pero no lo reconocieron, porque el yeso le tapaba la cara. Él y su familia cruzaron la frontera y salvaron sus vidas.[4]

 

Dijo Rab Yerujam de Mir: No basta con cumplir con los preceptos y obligaciones básicas que tiene el hombre con su compañero, como visitar enfermos, consolar a los deudos y ayudar en general, sino que se debe dar un paso adelante, por ejemplo: sonreír al hacer un favor, dar animo a la gente que lo necesita, ver a los ojos al saludar y al conversar con alguien, sonreír, ya que, de esta forma, está honrando y respetando a los demás. Y es que una de las preguntas que le harán a la persona al llegar al Mundo de la Verdad será: “¿Hiciste sentir bien a tu compañero?”[5] El motivo de esta exigencia es porque cada persona está hecha a imagen y semejanza del Todopoderoso,[6] y esto incluye a “todas” las personas, sin distinción. En la forma en que el ser humano se comporta con los demás, así se comportará el Señor con él.[7] © Musarito semanal.    by Elias E. Askenazi

 

 

 

“La vida es como un espejo. Si sonreímos al mundo, el mundo nos sonreirá. Si somos amables con los demás, los demás serán amables con nosotros”.[8]

 

 

 

 

 

 

 

[1] Rabí Mijael Perets.

 

[2] Ver Kidushín 49b.

 

[3] Rabí Obadiá de Bartenura.

 

[4] Extraído de It’s a small World, after all, 61.

 

[5] Shabat 31a.

 

[6] Yerushami, Nedarim 9, 4.

 

[7] Megilá 12b.

 

[8] Rab Noaj Weimberg.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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